Cuenta la leyenda que tras dejar el
gobierno de Flandes, allá por enero de 1574, don Fernando, tercero en la saga
ducal, retornó a su querida villa para permanecer junto a su esposa. Entre
cacerías y tertulias, disfrutaba de los placeres de la vida después de haber
conocido su lado más cruel en el fragor de la batalla. Pero también había
conocido los prodigios de una mujer, Teresa de Jesús, fielmente relatados por
su esposa, quien poco a poco le había inculcado su devoción por la mística. Y
quiso saber más acerca de ella interrogando a las personas que la conocían
directamente.Una tarde de agosto, el Gran Duque se entrevistaba con la condesa
de Monterrey en su residencia de Salamanca. Mientras le relataba sus hazañas y
heroicidades en los Países Bajos, intercalaba alguna que otra pregunta sobre la
Santa. Pero el sofocante calor se transformó en una desapacible tormenta de
verano. Rápidamente, don Fernando dio orden a su criado para que preparara las
monturas y la condesa sintió que esta escena le era familiar. Efectivamente,
años antes charlaba con Teresa de Jesús cuando se desató una infernal lluvia.
Pese a sus ruegos, el duque, al igual que la Santa, desdeñó la invitación de
hospedarse en el palacio para pasar la noche. Así, emprendió el regreso a Alba
de Tormes.
La
tormenta no apaciguaba. Es más, se intensificaba. Granizo y viento convirtieron el
trayecto en una ominosa odisea capaz de hacer hincar la rodilla al más valiente
de los guerreros del ejército español, temido en toda Europa por su fuerza y
decisión en el combate. Bajaron del caballo para refugiarse en una encina y
esperar hasta que pasase el temporal. Y la duda comenzó a surgir de sus
entrañas. ¿Cómo él, curtido en mil batallas, vencedor de las más infaustas
contiendas bélicas, iba a atemorizarse por aquellos truenos y relámpagos? Pero
sentía miedo. Por primera vez en su vida, algo estaba fuera de control. Jamás
había observado una tormenta igual. Entonces, comenzó a pensar en Teresa de
Jesús y reclamó una oración de auxilio. De repente, un enorme estruendo a
escasos centímetros le empujó hacia el suelo y perdió el sentido. Todo se
volvió oscuro, silencioso, pausado. Y una luz cegadora apareció en su mente
deteniendo el tiempo. Transcurrido un rato, volvió a erguirse. Había dejado de
llover. No había viento. Apenas susurraba. Podía hasta escucharse el aire entre
los miles de rayos de sol que ahora bañaban el horizonte. ¿Cómo era posible?
Aún atolondrado, se levantó para buscar a su criado con los caballos, pero un
detalle llamó su atención. La encina
que hizo las veces de paraguas yacía ahora partida a la mitad como consecuencia
de un relámpago y en una de sus caras se había dibujado una cruz
negra.
Al llegar a la villa, Don Fernando
relató a su mujer lo acontecido. Ella no podía creerlo. Algo parecido le había
ocurrido a la Santa años atrás en el mismo camino, regresando también de ver a
la condesa de Monterrey, también durante una tormenta que hizo perder la
orientación a Teresa de Jesús, pero una angelical imagen a lo lejos la devolvió
hasta la senda correcta y al momento dejó de llover. El Gran Duque no lo pensó
dos veces. Mandó cortar aquel trozo de encina de unos treinta centímetros como
prueba irrefutable de un milagro más de quien hoy es la Patrona de Alba de
Tormes, convirtiéndose en uno de sus protectores más entusiastas durante el
resto de la vida de la Santa. La cruz negra fue donada al convento, donde
permanece desde entonces alojada en una relicario de filigrana de plata en el
museo de la iglesia de la Anunciación, entrelazando así para siempre el sendero
de dos personas que, ironías del destino, fallecieron en espacio de apenas dos
meses y en la actualidad son los dos estandartes de Alba de Tormes allende los
mares.
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