miércoles, 15 de noviembre de 2017

El fantasma del castillo de San Servando (Toledo)

Varios doblones incrementaban el peso de la escarcela del soldado Don Lorenzo de Cañada, tipo alto, moreno, de abundante melena ocultada en parte por un chambergo oscuro, ancho de alas y tocado con un cintillo de esmeralda y una gran pluma amaranto.  Entre delgado y recio, de ojos vivos y penetrantes,  paseó sus fanfarronerías por tierras de Italia y Flandes, encontrándose ahora en la toledana Zocodover mirando cómo ganapanes y cicateruelos hacían de las suyas intentando escurrir el bulto ante la autoridad que intentaba vigilar cuanto pasaba entre el numeroso gentío que pasaba por tan conocida plaza.
Llegada la hora de toque de queda, los grandes portones de murallas y puentes echaron sus cerrojos, no sin cuidado de dejar a algún vecino afuera, pues tan recias defensas no se levantaban hasta la próxima mañana.
Ya avanzada la noche, los vigías del puente de Alcántara informaron de movimientos de antorchas en las almenas del Castillo de San Servando, escuchándose voces en el silencio de la noche. Pocos minutos después, los del castillo avisaron a la guardia del puente pidiendo auxilio y el capitán de estos que era Don Lorenzo de Cañada, mandó al sargento de guardia con diez de los que tenían fama de valientes para enterarse de lo allí acaecido.
A la vuelta del retén, y recibiendo informe de su sargento, partió de inmediato hacia la puerta de Doce Cantos, dándose a conocer a la guardia y accediendo al Alcázar, morada del Alcaide Don Ferrán Cid, que recibió al capitán a pesar de lo avanzado de la hora:
  • ¿Decís que el muerto es?
  • El Alférez Valdivia.
  • ¿Y cómo se explica el suceso?
  • No se sabe…  Todo es tan raro.
  • ¿Habéis comprobado las cuevas del Castillo?
  • Todo ha sido minuciosamente registrado por  los soldados.
  • ¿Qué heridas presenta el fallecido?
  • Una sola, y en el corazón.
Tras este breve interrogatorio, quedaron en decidir al día siguiente para investigar con más detenimiento el suceso.
El suceso de aquella noche en el castillo corrió de boca en boca por la ciudad. El Alcaide, tras interrogar a guardias del castillo y no obtener solución alguna a la muerte del Alférez, decidió doblar el número de guardianes. Nombró al joven Don Diego de Ayala como jefe de la guardia del Castillo, con gran renombre por su valentía.
Esa misma tarde el joven tomó el mando del castillo, doblando guardias. Transcurrieron las primeras horas de la noche sin ningún hecho que destacar, pero a eso de las doce, hora de aquelarres y pactos demoníacos, tuvo necesidad Don Diego de bajar al patio, haciéndolo por la escalera del torreón del este, pero cuando estaba a mitad de camino, la vela que portaba en la mano repentinamente se apagó, y sintiendo una fría mano que agarraba con fuerza su cuello, sintió como una dura hoja atravesaba su pecho, y exhalando un grito de dolor se desplomó inerte sobre las escaleras.
Una vez descubierto el cadáver, los soldados buscaron de nuevo por todo el castillo, cuevas, paraje cercano… De forma infructuosa. El terror iba en aumento entre todo hombre que habitaba el castillo.
Los días siguientes, reunidos de nuevo los capitanes en el Alcázar, decidieron abandonar la defensa del castillo y repartir la guardia por las murallas de la ciudad.
Durante días, el castillo de San Servando, oscuro, abandonado, era observado por cientos de ojos temerosos iluminados por antorchas desde las murallas que daban al Tajo.
Pasaron varias semanas y cuando se olvidaban las muertes acaecidas, un nuevo rumor vino a turbar la tranquilidad de la ciudad. Algunos guardias de la muralla afirmaban que una sombra aparecía en el torreón norte, todas las noches, asemejándose a un descomunal guerrero, cuya armadura lanzaba resplandores azules y verdosos.
Nadie se atrevía a pasar cerca del castillo, incluso por el día pocas gentes querían acercarse a las murallas que ocultaban tan terrible misterio.  Todos ya conocían que un fantasma habitaba en el castillo de San Servando.

Pasó el tiempo y no eran pocos los que echaban en falta al capitán Don Lorenzo de Cañada. Ya no se le veía por Zocodover, y muchos pensaban que había huido de la ciudad por miedo a tener que cumplir el deber de entrar al castillo y enfrentarse al ser que habitaba en su interior.

Castillo de San Servando en el siglo XIX. Foto: Casiano Alguacil

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