Entre
la grieta que dejan dos grandes moles de granito se asoman los ojos asustados
de un joven mientras el viento agita su túnica. Desde la cumbre del Monte de
Venus mira como el Tajo se acuesta en el valle. Al fondo, angustiado, vislumbra
los tejados de los templos de la ciudad de Ébora. Vincencio ha recogido unas
bellotas que lleva envueltas en un pedazo de lienzo. Vuelve sobre sus pasos
hasta le entrada casi oculta de una cueva por la que desciende hasta su
interior. Con las espaldas apoyadas sobre la piedra dos muchachas esperan
aterradas, pero sonríen aliviadas al verle mientras le interrogan con su
mirada.
-No
se ven soldados. El día ha salido despejado y debemos continuar -dice entre
imperativo y cariñoso su hermano.
Aunque
las hace estremecer el aire que azota la cumbre esa mañana, al salir de su
refugio, la luz y el tibio sol de otoño las reconfortan. Con un poco agua de un
fontarrón cercano lavan las heridas de sus pies defendidos de una caminata de
nueve horas bajo la lluvia tan sólo por unas pobres sandalias. Antes de
descender hacia el Piélago, el muchacho mira desconfiado hacia atrás y recuerda
las historias que le contaba su abuelo. Aquí mismo se había fortificado el
famoso guerrero Viriato y tuvo en jaque a los romanos desde estas alturas. Pero
el lusitano al menos tenía armas. Vincencio, sin embargo, sólo tiene la certeza
que empapaba todas sus vísceras de que la religión del judío crucificado, la
que dice que los pobres heredarán la tierra, era la religión verdadera. Tan
seguro estaba que hacía dos días, delante de Dacio, el gobernador que había
encerrado a la piadosa Leocadia en las mazmorras de Toledo, había renegado de
los viejos dioses asegurando que cuando los romanos los adoraban era como si
veneraran a un montón de piedras y palos. Vincencio no lo creía, pero oyó decir
a los soldados que le custodiaban que, en la piedra sobre la que descansaba
cuando compareció ante el gobernador, quedaron marcados, como si la roca fuera
de cera, sus pies y el báculo que le sostenía.
Esos
mismos soldados le liberaron esa noche y con sus hermanas Sabina y Cristeta
había huido entre encinas y enebros hasta el Monte de Venus. No podía permitir
que el empecinamiento que Dacio achacaba sólo al fanatismo de los cristianos
afectara a sus hermanas. Pero ellas, tanto y con tanta vehemencia habían
escuchado hablar a su hermano sobre la nueva religión, que ya le acompañaban en
lo que para unos era delirio y para otros eran convicciones profundas. Estaban
ya dispuestas a morir con él sin renunciar al nuevo Dios que los emperadores
perseguían con tanta saña.
Caminando
entre los robles habían llegado al otro extremo de aquellos montes y podían ver
frente a ellos la alta sierra de Gredos que deberían cruzar si querían ponerse
a salvo. Unos pastores que los encontraron comiendo moras junto al río Tiétar
les dieron refugio esa noche. No subieron por el puerto del Pico pues, junto a
la calzada, siempre había soldados que controlaban el paso del ganado y de las
mercancías. La senda por la que les condujo uno de los cabreros era empinada
pero más segura. Después de alimentarse de carne seca durante cuatro días
llegaron, tras atravesar los piornales y las praderas de las cumbres, hasta la
ciudad de Ávila. Uno de los pastores, interrogado por los soldados, delató a
los hermanos y cuando llegaron a la ciudad de los fríos inviernos estaban
esperando para apresarles.
Otra
vez los ofrecimientos de renuncia, otra vez mantenerse en esa curiosa fe que a
Daciano, en realidad, le parecía tan falsa como la suya propia, una forma más
de someter a los que debían someterse. Los desnudaron y los sacaron fuera de la
ciudad y después les azotaron hasta la extenuación. En el tormento que llaman
hecúleo descoyuntaron sus miembros sobre una cruz en aspa. Como no acababan con
sus vidas apretaron las cabezas de los tres hermanos en una prensa formada por
dos tablones poniéndoles, en fin, grandes losas de piedra y golpeando sobre
ellas con grandes mazos hasta que sus sesos quedaron desparramados.
Después
de muertos los arrojaron a una cueva que llaman de la Soterraña. Y dicen
las gentes de Ávila que, como no permitieran los soldados que nadie enterrase
los cuerpos, una gran serpiente salió de las profundidades levantada la cerviz
y dando temerosos silbidos. Cuentan que un judío miraba sus cuerpos con poca
reverencia y la culebra se enroscó en su cuerpo casi asfixiándole hasta que
prometió, convirtiéndose al cristianismo, levantar un templo que custodiara los
cuerpos de los tres muchachos de Ébora.
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