Cuenta la leyenda que el
amor de la hija de un rico labrador de Escamilla, y el hijo del sacristán de
Arbeteta, dos pueblos próximos de Guadalajara, es tan grande que, desde que se
conocieron, en unas fiestas de Escamilla, ya no podían vivir el uno sin el
otro. Sólo pensaban en casarse.
Pero cuando el padre de
la muchacha tuvo noticia del romance, se opuso y encerró a su hija en la
habitación más segura de su casa palacio y mandó a los criados más fieles que
la vigilasen para evitar cualquier comunicación con el mozo de Arbeteta. Éste
se fue a la guerra, confiado que ella le esperaría.
Durante la campaña fue un ejemplo de lealtad y de valor frente a los ejércitos enemigos.
Durante la campaña fue un ejemplo de lealtad y de valor frente a los ejércitos enemigos.
Regresó a su pueblo al
cabo de un tiempo vistiendo el lujoso uniforme de sargento de Granaderos de la
Guardia Real, y con una buena bolsa de monedas de oro como pago a su
comportamiento.
Desde su regreso, las gentes de Arbeteta lo empezaron a llamar “Mambrú”, famoso personaje de la Historia y de las canciones infantiles tan al uso por aquel tiempo.
Desde su regreso, las gentes de Arbeteta lo empezaron a llamar “Mambrú”, famoso personaje de la Historia y de las canciones infantiles tan al uso por aquel tiempo.
El domingo siguiente al
día de su regreso, con su uniforme de Sargento de Granaderos se presentó en la
misa mayor de la iglesia de Escamilla. Fue la admiración de todos, menos del
padre de la muchacha, quien seguía negándose, y le obligó a irse del pueblo. El
muchacho desconsolado, se fue a su pueblo. Por el camino tuvo tiempo de
lamentar su fracaso, de acrecentar su amor por la muchacha y de planear lo
acordado horas antes con la hija del sacristán amiga de su novia.
Al cabo de unos días, la
gente de ambos pueblos pudieron observar cómo, mientras sonaban las campanadas
del Angelus, el mozo vestido con su uniforme, ondeaba un banderín desde lo alto
del campanario de su pueblo mirando hacia Escamilla, al tiempo que su novia,
siempre acompañada por su amiga (la hija del sacristán), hacía lo mismo con su
delantal en el campanario de la iglesia de su pueblo mirando hacia Arbeteta,
desde donde aseguran que durante los días claros se dejan ver en la distancia
los dos chapiteles. Era la llama encendida del corazón de ambos, imposible de
apagar.
Un día notaron los
vecinos que el toque de campanas era demasiado largo; que el agitar del
banderín de él y del delantal de ella duró hasta que el sol se escondió por el
poniente. A la mañana siguiente el muchacho salió de su pueblo para
incorporarse de nuevo al ejército y alcanzar una graduación más alta, que
lograra complacer al padre de su novia. Murió en campaña, cuando ya había
conseguido el grado de capitán. La muchacha enfermó de melancolía al conocer la
noticia.
Dicen, que siguió
subiendo hasta el campanario al toque de oración y desde allí, con lágrimas en
los ojos, agitaba cada tarde un pañuelo negro.
La muchacha murió meses después.
La muchacha murió meses después.
El hecho, encogió el
corazón a las buenas gentes de aquellos pueblos, de manera que, para perpetuar
su memoria, en los dos concejos se acordó coronar sus respectivas torres con
las siluetas de un granadero y de una muchacha que a la vez sirvieran de
veleta. De ese modo seguirían mirándose de continuo y manifestándose
su amor limpio y eterno a impulsos del viento cada tarde.
su amor limpio y eterno a impulsos del viento cada tarde.
Lo hicieron así, y el
recuerdo de los amantes siguió vivo durante muchos años. Hasta que un rayo, a
ella primero y a él después, los hizo desaparecer de sus respectivos
campanarios en época todavía reciente.
El Mambrú de Arbeteta y
la Giralda de Escamilla pasaron al recuerdo.
Las veletas originales, de los dos pueblos, fueron sustituidas por sendos muñecos de metal brillante que la gente acepta de no buen grado. Pero ahí están, intentando recordar al vecindario, como encendidos por los rayos del sol, unos amores seguro que irreales, producto de la imaginación, que no necesitaron de género literario alguno para sobrevivir y hacerse perpetuos.
Las veletas originales, de los dos pueblos, fueron sustituidas por sendos muñecos de metal brillante que la gente acepta de no buen grado. Pero ahí están, intentando recordar al vecindario, como encendidos por los rayos del sol, unos amores seguro que irreales, producto de la imaginación, que no necesitaron de género literario alguno para sobrevivir y hacerse perpetuos.
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