viernes, 13 de octubre de 2017

El callejón del beso (Hellín, Albacete)

Existió un Hellinero, cuyos ojos habían quedado ciegos, a causa del esparto. Era tal la afición que tenía por trenzar la pleita, que a tientas conseguía las mejores obras. La vida parecía florecer entre sus dedos.
Estaba tocado, por la varita mágica de la pasión, que lo enlazaba con lo mejor de sí mismo. Y ese entusiasmo, lo proyectaba en la labor que emprendió siendo un niño. Trabajos, compuestos por sentimientos y emociones. Embrujados con los cantes de la copla que le encantaba entonar y a los que ya tenía acostumbrados a los vecinos, cuando cada día, salía cerca de la puerta de su casa, a la entrada o salida de un callejón, a montar su puesto de pura artesanía y arte Hellinero.
Una mañana, sentado en el sitio de siempre, se montó un gran revuelo. La gente iba de acá para allá, exaltada. Las mujeres tiraban cubos de agua alrededor de sus puertas para refrescar el ambiente del tórrido verano. Las más jóvenes se acercaron a los arroyuelos, para mirarse el rostro en las aguas cristalina y decorar sus largas melenas con amapolas y margaritas frescas. Los niños eran los únicos que jugaban ausentes al alboroto, intentando cazar mariposas, condenadas al sacrificio de la investigación si eran alcanzadas.
El hombre, cuyo nombre era, Amalio, agudizó sus oídos para poder atrapar las palabras que iban y venían en ese baile de tumulto, difícil de comprender. Por fin lo consiguió: El Emperador Carlos V, acompañado de su escolta, dormirían esa noche en una de las casas, colindantes a la suya.
-Y… ¡Para eso tanto jaleo!- Pensó, continuando en su mundo de creaciones manuales y ovillos de sueños.
Al día siguiente, algo más acicalado que de costumbre, ayudado por su garrota en una mano y sujetando algunos cestos de esparto en la otra, recorrió los pocos metros hasta la esquina. Era tal la estrechez de la callejuela, que escuchó a dos centinelas que hacían guardia en la puerta de la casa en la que se hospedaba el Emperador, susurrar:
-¡No sé cómo pasó! Hablamos unos minutos y le pedí agua de su cántaro. ¡La miré a los ojos y era tan hermosa! Quedé obnubilado ante tanta belleza jamás vista antes por los míos. Me dijo que se llamaba Rosario, como la Patrona. Estoy seguro que intuyó, los sentimientos de emoción que en mí despertó y sin pensarlo, en mitad de este callejón, me regaló un beso que no podré olvidar en mi vida-
-¡Ten mucho cuidado! Mi abuelo era de Albacete y siempre contaba que la mujer Hellinera tiene mucho arte e influjo. Al parecer fue una Hellinera en sus tiempos mozos la que le robó el corazón y las entrañas. Y, aunque se casó con mi abuela que era madrileña, cuentan que jamás pudo olvidar a ésta, que se llamaba Dolores-
El viejo sonrió.
-¡Ay, El amor…!- Exclamó en voz alta sin ser oído. -Hermoso sentimiento cuando sucede de verdad-
Días más tarde, sacó a su rincón algunos joyeros que confeccionó, a pesar de sus dedos ya artríticos, la noche anterior. Un matrimonio que llegaba de paso a la Villa camino de Murcia pararon ante él. Escuchó decir al caballero:
-¿Recuerdas María? Aquí en este callejón nos dimos el primer beso-
Amalio, volvió a sonreír. Sintiendo complicidad con el callejón se preguntaba: ¿Qué misterios escondía aquella callejuela? ¿Cuántos secretos permanecerían atrapados en su corto trayecto? Toda la vida viviendo en él y tenía ahora la sensación de haberse perdido el periplo existencial del lugar. Era fin de semana cuando el mercadillo cubrió de nuevo las calles y el anciano, ese día tembloroso, volvió a sentarse en su sitio habitual, que ya le pertenecía y guardaba los aromas del esparto. Tras unas horas una joven y linda mujer Hellinera, se acercó atraída por un hermoso cesto. El único que le quedaba.
-¡Señor!- Le dijo educadamente. -¿Por cuánto me vende esta bonita cesta?-
El hombre la cogió y estirando sus brazos le pidió:
-¡Toma, cógela es gratis! Es la última que mis manos han podido hacer. Será un placer entregártela como regalo-
La chica alborotada comenzó a dar saltos de alegría comentándolo con otras amigas. Amalio se levantó, adentrándose en el callejón para entrar en su casa. Se sentía muy cansado. Antes de abrir la puerta, la muchacha lo llamó:
-Señor, disculpe. Espere un momento. No le he dado las gracias-
Unas manos suaves como el terciopelo tocaron la cara del hombre y sin esperarlo un dulce beso vestido de vidas, sueños y agradecimientos se posó en su mejilla. Amalio, escuchando los pasos de la chica alejarse, sintió que aquel callejón se cubría de besos que unas veces transportan a las nubes y otras bajan a los infiernos. Besos de esencias, besos esclavos. Besos que saben a despedidas y a reencuentros. Besos con significado, agitados, desprendidos, somnolientos. Besos que se dan y se reciben, que se roban y se desean.
-¡Besos que te suben al cielo!- Dijo añadiendo:
-¿Y… ahora quién me baja?-
A la mañana siguiente, los vecinos al no verlo salir y encontrar todas las ventanas cerradas se alarmaron. No se escuchaban sus coplas y un mal presentimiento se percibía en el callejón. Entre todos consiguieron tirar la puerta.
Amalio yacía sobre la cama, en su cara se dibujaba una sonrisa de paz. En una de sus manos que sangraba sujetaba un cartel hecho con pleita de esparto, en el que ponía escrito con carbón:
“El Callejón del Beso”
De esa manera se instaló el nombre a la estrecha calle, en la que aquéllos que la cruzan pueden encontrar besos, envueltos en mensajes del cielo en el que habitan los Hellineros.
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