lunes, 16 de octubre de 2017

El misterio de San Andrés (Cuenca)

“Aun a las horas del mediodía aquella plazuela era umbría. El, Saturio Gómez, ya por una cosa o por otra, bocetaba la portada, mejor dicho el atrio; y ella, Elisa, humildemente vestida, llenaba dos cubos de agua, en aquella fuente que tantos recuerdos evoca bajo los árboles desnudos en invierno, engalanados en la Primavera, realzando el misticismo y el misterio del rincón umbroso y la abandonada iglesia.
Cuando los cubos estaban llenos, por la calle vecina los trasladaba hasta su casa; allí los vertía o no sé lo que haría con ellos, pero es el caso que regresaba con ellos vacíos. Miráronse mientras él tomaba notas, y una cosa interna sintieron cuando repetidas veces en aquella ocasión lo volvieron a hacer. Y aquí acabó la aventura del primer dia.
Ella era rubia, delgada, algo más guapa que fea. El, bajito y robusto.
Cuentan que cuando aquella noche los dos se acostaron, separados por muchos metros, pues vivían casi de punta a punta de la ciudad, acordarónse ambos de una cosa común y es posible que hicieran análogos planes.
Estaba húmedo y pastoso el piso de las calles; cerca de dos días hacía que las nubes encapotaban el cielo de Cuenca, lloviznaba sin cesar y era monótono y triste el ambiente.
Envuelto Gómez en la capa de un amigo para que no pudiera ser fácilmente reconocido, esperó a pie firme por la bajada de San Andrés, y allí, protegido por la penumbra semisombra de las casas, vio venir a Elisa, distraída, absorta… él la llamó; paróse asustadiza la muchacha, la hizo un ruego, hablaron un momento, diéronse una cita, y desde el siguiente día entablaron relaciones. Ya eran novios…
… Y venía el tiempo de la Primavera, cuando aquella angosta plazuela cobra con una propiedad y un aire inimitable, aquella suave melancolía y arrulladora poesía de sus árboles, su fuente, sus casas, la centenaria edad de los muros parroquiales…
Venía aquel tiempo con suaves caricias, perfumados aromas y frescas auras matinales. Aún no deja de impresionarme a mí aquella quietud monacal, y en las tardes de mayo, huyendo de Carretería, me refugio en aquella soledad apacible, donde el hilo de plata de la fuente, susurra como un surtidor moruno.
Venía aquel tiempo… con bellas ilusiones para aquellos amantes jóvenes y fogosos, ardientes como el desierto, con sublimes conjeturas en el futuro, cual una mezquita de mármol y alerce, cinabrío y oro, era todo aquello cuyas piedras preciosas, engastadas en mágicos frisos, serían las caricias de la intimidad conyugal.
Y en estos días que llegaban y poco a poco desaparecían como las ondas del río, en uno de aquellos coloquios a media Luz, Elisa se entregó y… de aquí resultó una desgracia, un remordimiento, un suicidio y después un misterio para las gentes…
Yo, yo: quien se ha preciado y se precia de quererla como nadie, aún más que sus padres, la ha ultrajado valiéndose de ese cariño.
¡Imposible! ¡Imposible! Repetía desesperadamente el irreflexivo Gómez, y arrastrado por un impulso irresistible, casi satánico, viendo que lo que más quería iba a ser el objeto, el blanco, mejor dicho, donde se iban a clavar las envenenadas saetas de las malas lenguas, pisoteando la honra de ella, el tesoro de la mujer, siendo como era culpable, decidido a todo, corrió hacia “San Pablo”, el elevadísimo puente de la ciudad…
A la mañana siguiente un cuerpo despanzurrado manchaba con bermeja sangre, la margen del Huécar. En su lugar, como sólo recuerdo de aquella tragedia, hoy se levanta una cruz”.

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