Durante
la segunda mitad del siglo XIX, en Valdepeñas, contaban algunos que durante las
noches veían pasear por las calles nocturnas y solitarias, fugaces espectros
blancos con forma humana, pero no hacían daño a nadie sino que huían cuando
alguien se les acercaba.
Una
noche, una mujer que vivía en una angosta calle, cansada de que sus hijos se
asustaran de verlos pasar junto a su ventana, se asomó al balcón y estirando la
mano, esperó a que pasará alguno de los fantasmas.
Al
tenerlo a su alcance en la oscura noche, le agarró la sábana y se quedó con
ella en la mano, pero en una esquina desapareció la mortaja.
Aquella
valiente mujer se puso la sábana por encima, cogió una navaja y salió a la
calle para averiguar qué extraño suceso era aquel. Al toparse con uno de esos
fantasmas se detuvo, pero ese espectro era muy raro, iba muy lento, incluso
pareció reconocer a la mujer. Aquel fantasma fue acercándose lentamente hasta
la señora camuflada y, cuando estuvo lo suficientemente cerca, saco otra navaja
y se la clavó en el estómago, tiñendo la sábana de sangre. Fue entonces cuando
se quitó su disfraz y levantó la sábana del ya muerto fantasma. Se llevó una
sorpresa muy desagradable al descubrir que era su vecina.
Con
el revuelo, se aclaró días después, que los fantasmas eran hombres que iban al prostíbulo
a visitar a escondidas a sus novias, y que a causa de esto, sus respectivas
parejas habían seguido ese rito para sorprenderlos.
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