Hace muchos años vivía en
la antigua ciudad de Zamora un hombre piadoso, honrado y querido de sus
vecinos. Tenía por oficio el ser molinero y solía trabajar en una de las
«aceñas» o molinos de agua que hay junto al río Duero.
Habitaba este hombre una casa pobre, cerca de la Iglesia de San Claudio de Olivares, en los extramuros de la ciudad. No pasaba domingo ni celebración sin que el buen molinero se acercara a la iglesia para rezar fervorosamente al Santísimo Cristo de Olivares, dándole gracias por los beneficios que le concedía y pidiendo favores para su familia y sus convecinos. La figura del Cristo es una pobre talla de madera, esculpida con poco arte y, en vez de flores, adornan el Calvario algunos cardos secos y una calavera. Tanta era la devoción que el molinero tenía por su Cristo que se empeñó en hacerlo desfilar en la Semana Santa, del mismo modo que se hacía con otras figuras y pasos de las iglesias zamoranas.
Habitaba este hombre una casa pobre, cerca de la Iglesia de San Claudio de Olivares, en los extramuros de la ciudad. No pasaba domingo ni celebración sin que el buen molinero se acercara a la iglesia para rezar fervorosamente al Santísimo Cristo de Olivares, dándole gracias por los beneficios que le concedía y pidiendo favores para su familia y sus convecinos. La figura del Cristo es una pobre talla de madera, esculpida con poco arte y, en vez de flores, adornan el Calvario algunos cardos secos y una calavera. Tanta era la devoción que el molinero tenía por su Cristo que se empeñó en hacerlo desfilar en la Semana Santa, del mismo modo que se hacía con otras figuras y pasos de las iglesias zamoranas.
Pidió consultas al obispo
y viendo éste que la intención era buena y que no había ningún motivo para
rechazar su pretensión, autorizó que se sacara el Cristo de Olivares en
procesión el miércoles, a la caída de la tarde. Convocó el molinero a sus
vecinos y les comunicó la buena noticia, pero fueron pocos los que quisieron
acompañar al Cristo a esas horas tardías, cuando el viento hiela los huesos y
es más agradable el fuego y el vino.
De modo que, llegado el
Miércoles Santo, los devotos alzaron en hombros la figura y salieron del
templo. Como era noche cerrada y hacía un frío de mil demonios, los feligreses
tomaron sus capas, llamadas "De Aliste o alistanas", porque en esa
parte de Zamora las utilizan los pastores para protegerse de las inclemencias
del tiempo. Así iban los veinte o treinta cofrades: ataviados con sus pobres
capas pardas y llevando en andas al triste Cristo, que crujía sobre sus
hombros. Al subir por la Cuesta del Mercado, ya dentro de las murallas,
esperaban los zamoranos ver la nueva procesión, de la que se llevaba hablando
algunos días en las plazas y los corrillos.
Pero hete aquí que todo
fueron burlas al ver tan triste congregación, con aquellas raídas capas pardas
del pueblo, con aquel Cristo sin flores y tan pobremente esculpido. Durante
todo el recorrido tuvieron que soportar las mofas y las chanzas de los
zamoranos, que se reían abiertamente de la mísera comitiva.
Ya volvían los cofrades a
su iglesia cuando, al pasar junto a la Catedral, sin que nadie tocara las
campanas, éstas comenzaron a dar a muerto y a oficio de difuntos. Grave fue la
sorpresa de todos los habitantes de la ciudad, que hincaron sus rodillas ante
el Cristo y pidieron humildemente perdón por su malvada conducta.
Desde entonces, la
Cofradía del Santísimo Cristo de Olivares fue una de las más respetadas y un
piadoso silencio puede observarse a lo largo de todo su recorrido. La
congregación de las Capas Pardas dejó de desfilar cuando el buen molinero pasó
a mejor vida y la tradición se perdió durante algún tiempo; después, se
recuperó ya en el siglo XX, imitando aquel desfile procesional. Sus cofrades
van ataviados con las ásperas capas alistanas, muy poco utilizadas en la
actualidad, y portan candeleros, hacen sonar lúgubres carracas y un cortejo
musical cierra la procesión. Las campanas de la torre del Salvador vuelven a
tocar a muerto cada Miércoles Santo.
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