lunes, 15 de enero de 2018

Hijas albas de ojos albos (Ojos-albos, Ávila)


! Que lo he dicho mil veces ¡ Que toda la gandulería y holgazanería que merodeáis por entre los montones en los atardeceres no queréis más que robar.
Así se refería el conde a un pobre miserable que encontró por entre los montones de grano y cabañas que había en las eras de Torredondo y todo pertenecía a este avariento señor. El pobre tullido trotamundos, cojeaba, estaba tuerto y su edad ya no le dejaba trabajar en ninguna actividad, nadie le quería, era un ser inútil, inservible, solo se podía dedicar a la mendicidad. Y acudió a pedir una limosna al conde, al ver tanta riqueza en esa era. Gigantescos montones de grano que llamaban la atención a cualquier caminante, y se veían desde los pueblos limítrofes de lo grandes que eran. Acudió este errante vagamundo a pedir una limosna, no a robar y se encontró que el conde le escupió en la cara y le echó de sus eras a empellones. Pero según se iba el haraposo le dijo al conde a la cara una maldición :
" QUE LOS DE TU DESCENDENCIA TENGAN LOS OJOS ALBOS "
Aunque el avariento no creía mucho en estas sentencias, si que le hizo enfurecer aún mas y llamando a algún criado que por allí estaba le cogieron en volandas y le sacaron a las afueras del pueblo dándole un puntapié y aconsejándole que no se aproximara a ese lugar nunca más.
Al cabo de unos meses el conde tuvo una niña. Cual sería su sorpresa que cuando abrió los ojos los tenía completamente blancos. Donde los demás tenemos pupila e iris, donde los demás tenemos unos de un color y otros de otro una ventanita hermosa redonda, esta niña tenía todo el espacio completamente blanco.
Consultaron un galeno, diversos adivinadores y algún vidente y todos llegaron al mismo resultado. La niña era ciega. No podía permitirse el conde que un rico hombre, esclarecido y excelso como él, con sus títulos nobiliarios, con sus casas, palacetes, torreones, tierras, yuntas caseríos criados y riquezas en general tener una hija ciega. Un aristócrata como él, ilustre, noble, lleno de virtudes, respetado, querido y a veces envidiado por sus riquezas por el mismísimo rey ¡ una hija ciega !. Debería buscar alguna solución, ciegos sólo podrían ser los pedigüeños, los vagabundos, los nómadas, los errantes que van de pueblo en pueblo mendigando un mendrugo de pan. Pero él, un conde inmensamente rico no podía tener una persona así en su descendencia.
Pasaron los meses y su mujer volvió a quedarse embarazada. Temeroso el conde de la maldición de aquel pordiosero para intentar anularla comenzó a gastarse dinero en misas, ayuda a las iglesias, a los monjes, a los conventos, pero nunca a los bohemios, trotamundos o pedigüeños de puerta en puerta. A esos el conde no les podía ver ni les perdonaría por tal maldición. El conde se gastaba el dinero en la catedral, en cruces de esmeraldas para sacarlas en procesión, en anillos al obispo, en estandartes para su cofradía en sepulcros de mármol que adornen las iglesias, por ver si así el siguiente hijo que iba a tener nacía sin mermar ninguna facultad física.
Volvió a nacer otra niña. Rápidamente a las parturientas les dijo que la miraran los ojos. No se podía, aún los tenía pegados, deberían de esperar unos días. Todas las mañanas el conde se levantaba con el ansia de ver a su nueva hija con los ojos abiertos. Tardó más días de lo normal en despegarlos, cuando al final los abrió sus ojos eran ¡albos!. Su segunda hija y también con los ojos completamente blancos, como si fueran de cera, como si fueran de mármol, sin ningún dibujo, sin ningún color, ¡ sin vida ! .
Tenía el conde el castillo en Valdeprados, y un par de leguas más abajo tenía una casa de labor a la que llamaban “ el caserío de los Moros” por estar situado al lado de este río, al que habían venido a vivir una familia que decía tener dotes de curanderos, una mezcla de religión y medicina, que ante las personas que ya no sabían a quien acudir les confiaban sus remedios por ver si surtían efecto.
Se fueron las dos hijas a vivir con esta familia al caserío, pues los cuidados que la mujerona de la casa “sanalotodo “ las tenía que dar era varias veces al día y estar con ellas en todo momento. La mujerona curalotodo a una hora les daba manteca de jabalí y rezaba una oración, a otra les pasaba una llave hueca por los ojos y recitaba versos, después las soplaba con el ojo abierto persignándose y acordándose de sin se qué santo. Por las noches patas de milano muerto, pócimas de culebras, oraciones a almas en pena, y un sinnúmero de gestos que iban haciendo día tras día la curación según creía la mujerona curalotodo y el conde esperaba. Algunos días iba el padre a ver a sus hijas al caserío: ¿cómo están mis hijas albas? –preguntaba-. Creo que pronto podrán ver- respondía la mujerona. El tiempo fue pasando y sus hijas albas no conseguían tener el don de la vista. Las hijas albas de ojos albos eran completamente ciegas.
Eran ya adolescentes las niñas del conde y un día en una excursión que hicieron con un precioso coche de caballos en dirección a Ávila a pasar el día iban acompañadas por varios sirvientes, que montados a caballo guiaban la comitiva. Al pasar un puente estrecho por encima de un río un caballo del coche donde viajaban las niñas de ojos albos se espantó y cayeron por el precipicio caballos, coche conductor y niñas, muriendo todos en el acto. La casa de labor al lado del río Moros donde habitaron las niñas con la mujerona sanalotodo se llama desde entonces HIJAS ALBAS y el pueblo donde cayeron por el precipicio OJOS ALBOS.

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