Tienen
los caminantes una costumbre peculiar: es ésta la de adentrarse en montes y
sierras, buscando lugares amenos donde descansar o solazarse un tanto, alejados
del bullicio cotidiano y de los sinsabores comunes. El caminante que esto
escribe se hallaba en cierta ocasión en los pinares de la Risquera, cerca
del pueblo llamado El Hornillo, en la provincia de Ávila. Queda esta aldea un
tanto a trasmano y más vale llegarse a ella desde Arenas de San Pedro, porque
por el norte uno se topa con las inmensas moles graníticas del monte Almanzor y
su imponente circo glaciar, fabricado por la naturaleza en el principio
de la Creación.
Este
pueblo que digo goza de un excelente clima y por esta razón se cultivan allí
desde hace mucho tiempo las cerezas, que compiten en sabor y dulzura con las
del valle del Jerte. Sus gentes son amables y laboriosas, y uno puede hallar en
El Hornillo condumio bastante cocinado al estilo castellano. De este pueblo
sale un camino hacia el monte, hacia la Risqueray desde allí cruzando el
arroyo de Cañamarejo se llega, por una senda empinada, hasta el lugar que
llaman Los Roperos. Este espléndido lugar debe su nombre a una antigua
costumbre: las mujeres iban a lavar su ropa a estos lavaderos naturales; las
piletas fueron horadadas por el agua desde tiempos inmemoriales y la gran
cantidad de cascadas, arroyos y surtidores lo convierten en el mejor lugar para
hacer la colada. En las grandes losas o lanchas de granito las mujeres de El
Hornillo tendían la ropa blanca y pasaban el día entre risas y chascarrillos
hasta que el atardecer las devolvía a la aldea.
Pues
bien, estaba el caminante en este maravilloso lugar: imaginaba a las jóvenes
lavanderas hacer su trabajo y en sueños podía oír las risas de las muchachas.
En esto, la voz de una joven lo sobresaltó:
-Has
de saber, viajero, que este lugar es sagrado.
-Por
cierto que lo es -contestó el caminante. Y si no lo es, debería serlo, que no
he encontrado jamás en mis caminatas un lugar tan ameno y sosegado como éste.
Tenía
la joven la mirada más profunda que nunca se viera, lo cual sobresaltó un tanto
al andariego; y su voz era tan dulce y severa al mismo tiempo, que cualquiera
habría dicho que se trataba de un ángel o cosa parecida.
-No
queda memoria -continuó aquella joven misteriosa- de los tiempos en que
muchachas como yo subían a este lugar con el humilde canasto de ropa. Tal día
como hoy, hace tantos años, las gentes de El Hornillo se disponían a honrar a
su Dios como conviene: en las plazas y en las esquinas las mujeres disponían
los mejores paños y fabricaban delicados altarcillos en los que venerar al
Señor. Las rosas, los geranios, los claveles y la albahaca perfumaban el aire y
en aquella mañana primaveral todo era bullicio y alegría. No quisieron los
labradores salir a cuidar sus sembrados, ni los pastores sacaron aquel día sus
ganados al campo. Las hilanderas guardaron su rueca y las lavanderas vistieron
las mejores galas... Todas, salvo una. Dicen de aquella joven que era la más
hermosa y gentil de cuantas mujeres había en El Hornillo: su dulce hablar, su
risa, su pelo moreno, sus manos como palomas... todo era en ella gracias y
alegría. Mas quiso su pecado ser la avaricia e imaginó que, mientras en la
aldea todos pasaban el tiempo en fiestas, ella podría adelantar trabajo y ganar
el dinero que le faltaba. Así, bien de mañana tomó el camino de Los Roperos y
partió del pueblo sin ser notada, con su cesto de ropa y el jabón de lavar. Aún
quedaban estrellas en el cielo cuando Eloísa, que así se llamaba la lavandera,
llegó a Los Roperos. Como era bien hacendosa, se puso a la labor sin tardanza
y, entre cantar y cantar, y lavar y lavar, pronto se le llegó el mediodía. De
lejos podía oír el tañido de las campanas en el pueblo y la algarabía de sus
convecinos, pero ella se decía: «Gozad, gozad, que mientras vosotros gozáis, yo
gano mi dinero y para mi gusto lo gastaré». En fin, la joven lavandera acabó su
tarea y, puesto que aún era pronto para regresar, quiso disfrutar de su día con
un refrescante baño en aquellas pozas de agua fresca. Como no había nadie que
la espiara, desnudóse y, entre risas y cantares, gozó de aquel paisaje en
soledad y placer. Cansada ya del baño, tendióse desnuda al sol en una de las
rocas y allí le sobrevino un profundo sueño. Aún dormida, pudo escuchar una voz
grave y profunda que decía: «Pues has preferido trabajar y gozar en este lugar
en vez de honrar al Señor tu Dios, ¡quédate aquí dormida para siempre!». Y así
fue.
Esperaba
el caminante que la muchacha concluyera el cuento pero, cuando quiso volver la
cabeza, la joven había desaparecido. La buscó por todos los lugares y la llamó
sin descanso, pero no hubo forma de hallarla. Como llegara el atardecer en tan
infructuosa búsqueda, el viajero decidió volver los pasos hacia El Hornillo.
Pero antes giró la mirada hacia aquel lugar maravilloso y, en la misma piedra
donde estuvo sentado escuchando el relato de la joven misteriosa, pudo adivinar
la silueta de una mujer tendida: allí estaba, tal y como la joven la había
descrito y tal como quedó dormida para siempre.
Los
lugareños conocen esta figura con el nombre de la mujer muerta, y
la historia es bien sabida entre niños y viejos. Pero el caminante no quiso
contar a nadie lo que le había sucedido y, al día siguiente, volvió a sus
quehaceres cotidianos.
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