En
el Palacio de Núñez Vela vivía la bella Lucinda, la hija de un noble abulense
que destacaba por su piedad a la par que por su belleza serena. Pese a lo
halagos de ciertos pretendientes que pretendían su corazón, ella hacía caso
omiso a los envites del corazón. Además, para espantarlas, varias ayas o
criadas la acompañaban siempre por orden expresa de sus padres.
Sin
embargo, en sus paseos por la ciudad comenzó a notar la presencia de un apuesto
joven que la seguía en la distancia. El balcón de su alcoba, que se mantiene en
la actualidad, sobresale por encima de la muralla y cuenta con una magnífica
perspectiva sobre el Valle de Amblés. Pues bien, cuando se asomaba al mismo,
allí encontraba apostado al misterioso joven.
La
curiosidad que sentía por el doncel fue tornando en enamoramiento hasta que la
pasión hizo que, ambos, lograran hablar. Este coloquio les llevó a un
enamoramiento pleno.
Cuando
comenzaban a conocerse aconteció la tragedia: el joven que no era sino un noble
de alta alcurnia llamado Enrique Blázquez Dávila, fue acusado de conspiración y
obligado al destierro. Algunos consideraron que fue una maniobra urdida por el
padre de la joven para alejarle de su hija. Lo cierto es que la noche antes de
la partida, los amantes se vieron por última vez y se juraron amor eterno.
A
partir de ese día, Lucinda pasaba varias horas diarias asomada al balcón,
oteando el horizonte por si regresaba su amado o alguien le daba noticias del
mismo. Pero no soportó la ausencia mucho tiempo: cayó enferma y murió al poco
sin sufrir enfermedad alguna, posiblemente de amor.
Enrique
pudo reponer su honor participando en mil batallas y cuando pudo volver a
Ávila, rápidamente retornó al palacio donde le dieron noticia de la muerte de
su amada.
Enloqueció
por no haber podido ni siquiera verla antes de morir así que logró colarse
dentro de la iglesia del convento donde descansaban sus restos e intentó abrir
su sepulcro. Sin embargo, por alguna magia sobrenatural, sus manos quedaron
soldadas a la tapa del sarcófago. Tras unos minutos angustiosos en los que
intentó despegarlos del frío granito, logró hacerlo y huyó despavorido. Ello
evitó que profanase la tumba y tuviera una imagen tétrica que le hubiera
acompañado toda su vida.
Tras
una noche de tortura, el caballero volvió a aquel convento y pidió ingresar en
el mismo como monje. Y allí pasó el resto de su vida, viviendo al lado de su
amada muerta.
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