Cuenta
la leyenda que había una vez un joven pastor que llevaba con esmero el ganado
por tierras del Abadengo. Bogajo siempre fue cruce de caminos, de ahí su
importancia en la trashumancia, pero su cercanía con Las Arribes también le
confieren abundantes pastos entre dehesas, sierros y pequeños ríos. Una
singular orografía que en ocasiones propicia la existencia de árboles frutales
más propios de parajes mediterráneos. En aquel entonces se esparcía por la
finca de Las Torrecillas media legua de perales, tan frondosos como prolíficos,
cuyos frutos eran sabrosos. El zagal gustaba de acudir allí cada mediodía.
Mientras el ganado pastaba él recomponía fuerzas con el suculento postre.
Pero
una soleada mañana de junio algo trastocó su habitual tranquilidad. El casco de
unos caballos resonaba a lo lejos. Al principio el pastor no le dio
importancia. Será uno de tantos comerciantes de paso por estas tierras, pensó.
Pero nada más lejos de la realidad. El trotar del jamelgo era cada vez más
atronador. Más cercano. El zagal comenzó a impacientarse. De repente apareció
por el horizonte de la dehesa un veloz caballero. La impaciencia se transformó
entonces en temor. Eran tiempos de persecución a los templarios, de venganza y
muerte. El pastor creyó que podría tratarse de un caballero huido que no
querría dejar rastro de su presencia por lo que podría acabar con su vida. De
ahí que decidiera esconderse en lo alto de uno de los perales.
El
jinete se detuvo al llegar a los árboles, miró hacia los cuatro puntos
cardinales para cerciorarse de que se encontraba solo y bajó del caballo. Entre
sus brazos portaba algo. Desde su escondite el pastor no día discernir con
exactitud el contenido del objeto, cubierto con una tela. El caballero fue
perdiéndose entre los árboles. Una hora después, regresó. Y como había llegado,
raudo, se fue. El pastor bajó del árbol. Agradeciendo a los cielos que hubiera
pasado desapercibido, buscó el ganado para regresar al pueblo. El sol ya había
iniciado su descenso. Pero la curiosidad se apoderó del sentido de la
responsabilidad que caracterizaba el zagal y decidió seguir los pasos del
caballero.
Era
buen rastreador y ni le costó seguir las pisadas hasta el lugar donde se
detenían. Sin embargo, allí el rastro se tornaba confuso, como si el jinete
hubiera estado deambulando sin parar. El pastor escudriñó la zona, pero no
halló movimiento de tierra alguno. Estaba convencido de que el caballero había
escondido el objeto que portaba, pero no podía averiguar dónde. La imaginación
del joven comenzó a divagar por el reino de los sueños, anhelando que pudiera
tratarse de un tesoro. Y así el ansia de encontrarlo crecía. Tanto tiempo
empleo en la búsqueda que no se percató de que anochecía. Los primeros cantos
del búho le devolvieron a la realidad y de un brinco oteó el horizonte entre el
tronco de los árboles. Maldiciendo su infausta curiosidad, el zagal se dispuso
a regresar con su rebaño, pero algo le hizo frenar en seco. Entre uno de los
árboles asomaba un trozo de tela, tan blanco como la luna que ya ascendía hacia
su trono.
Al
acercarse comprobó que el árbol había sido quebrado. Por eso no halló rastro en
la tierra, el caballero había hundido su espada en un tronco y escondido la
carga. El pastor retiró la madera y allí estaba. El objeto recubierto con una
tela que viera portar al jinete horas antes. Retiró el paño con sigilo,
esperando que un brillo cegador iluminase sus ojos, pero la mirada se tornó en
indiferencia. Ni rastro del tesoro. En su lugar encontró la talla de una
virgen. El zagal la tomó en brazos y la llevó a Bogajo, donde relató a los
lugareños el hallazgo, eso sí, obviando la parte de la historia que hacía
mención al caballero. Desde entonces, es la patrona de la localidad, la Virgen
del Peral.
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