Era
el noble Don Ángel de Arellano uno de los más conocidos y respetados de la
ciudad de Toledo. Vivía con su hijo Gonzalo en un pequeño palacio en el
callejón de San Pedro, en el corazón de la ciudad y no muy lejos de la Catedral.
Muchos respetaban a Don Ángel por su bondad y sabiduría, y el noble perdía gran
parte de su tiempo en ayudar a todo aquél que podía.
Creía
que con sus buenas acciones podría enterrar la mala fama que su hijo tenía en
la ciudad, pues el joven, a sus pocos años ya era un ejemplo de mezquindad,
maldad y todos los peores adjetivos que un noble no debería acompañar a su
apellido. No había pelea en Zocodover en la que no se viera comprometido el
honor de los Arellano, moza que no viera mancillado su honor ante la sucia
verborrea del joven, apuesta económica de la que el bolsillo de Don Ángel no se
repercutiera o embuste que procediera de la boca de Gonzalo. Todo lo malo que
el padre había evitado durante su ya larga vida formaba parte de lo cotidiano
en Don Gonzalo.
Transcurrido
el tiempo y cuando la paciencia del padre llegaba a su fin dio la casualidad
que Gonzalo se enamoró de una bella moza, hija de un pobre pescador del Tajo.
Sagrario era su nombre y su belleza sedujo el duro corazón del joven. La
sencillez de la joven no sólo ablandó el corazón de Gonzalo, sino que también
provocó un cambio radical en la personalidad del joven, hasta el punto de
convertirse en poco tiempo en uno de los hombres más pacífico y honrado de la
ciudad. Los conocidos y el propio padre no daban crédito al cambio, tan sólo
explicable por la intervención divina o de algún santo que hubiera intercedido
por él.
Pero
el dolor llegó en forma de habladurías a la casa de Don Ángel, pues al poco
descubrió que la moza que pretendía su hijo era de las más pobres de la ciudad,
y esta baja condición supuso un importante impedimento para que autorizara el
matrimonio de su hijo. Esto provocó no pocas discusiones entre padre e hijo,
tan duras que algunos vecinos oían gritos en mitad de la noche, durante el día,
e incluso afirmaban haber oído en alguna ocasión el frío sonido del acero
toledano saliendo de sus vainas…
Un
jueves santo, tras una agria discusión por el amor de la joven, Don Ángel se
dirigió a la Catedral, buscando consuelo y confesar sus pecados, pero entrando
en la Primada y viendo el gran número de personas que aguardaban narrar al
sacerdote sus pecados, por ser día de fiesta, se desesperó, y estando decidido
a abandonar el templo observó un viejo y desvencijado confesionario solitario,
junto a la Puerta del Perdón, más parecido a un armario de vieja factura, al
que decidió acercarse, arrodillarse y comenzar el relato de los hechos que
hasta allí le habían llevado.
Poco
después le vieron abandonar el confesionario con el semblante bañado en
lágrimas, dando aspecto de estar aterrorizado y como si al mismísimo diablo
hubiera visto en aquel lugar. Algunos se aproximaron al confesionario, animados
también por la poca afluencia de gente al mismo y no encontraron en él a
sacerdote alguno, pensando que Don Ángel se había vuelto completamente loco.
La
sangre caía a borbotones del cuerpo tendido en el suelo. Era la sangre de
Gonzalo de Arellano, muerto acuchillado por la espalda con la daga propiedad de
su propio padre. Don Ángel se entregó confesando ser el autor de los hechos y
así lo confesó:
“Conté
al sacerdote, en la Catedral, cómo Gonzalo pretendía a una joven hija de un
pescador, y esto nos había llevado a sucumbir en el insulto y a punto había estado
de provocar un daño mayor si no hubiese salido de casa camino de la confesión.
La voz que había en el confesionario, profunda, convincente, me avisó de las
pocas posibilidades de recuperar a mi hijo, y que éste caería para siempre en
desgracia al casar con esa mujer. La muerte era la única solución a tamaño
despropósito, pues es preferible antes de la deshonra… Su voz, era tan
convincente que el enorme sacrificio no suponía problema alguno, sino un alivio
para mi corazón, y aún a sabiendas de lo duro de la decisión, seguí el consejo
dado por el sacerdote y partí de la Catedral hacia el fatal destino para mi
hijo, buscando la salvación de su alma”.
El
Cabildo confirmó que aquella mañana ningún sacerdote había confesado junto a la
Puerta del Perdón. Los alguaciles encontraron a los testigos que vieron salir a
Don Ángel y que confirmaron que ninguna persona había estado en el viejo
confesionario. En lo que sí coincidieron todos por separado fue en el intenso
olor a azufre que se desprendía del interior del confesionario…
Poco
después, en Toledo corrió la noticia de que el mismo Satanás, vestido de
sacerdote, había tomado confesión y convencido a Don Ángel de Arellano para
asesinar a su hijo, buscando acabar con su bondad y el nuevo amor que había
surgido, y de paso condenando el alma del padre para toda la eternidad.
La
Catedral quitó el confesionario en el que supuestamente había tomado confesión
el Diablo, y muchos toledanos tardaron en volver a la Catedral a confesar sus
pecados… Cuenta la leyenda que desde entonces, nadie toma confesión cerca de la
Puerta del Perdón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario