Una
de las más frecuentes historias o anécdotas sobre la torre de la iglesia de
Villa del Prado, contadas en la segunda mitad del siglo XX, era la que hace
referencia a una simple botella: "la botella del Tío Colores". Son
muchos los pradeños que afirman en sus años mozos haber subido trepando por el
chapitel de la torre, fundamentalmente por dentro, que es por donde fácilmente
para una persona bien preparada físicamente, se puede ascender trepando por las
vigas del hueco interior, y haber llegado, bien hasta los pequeños balcones del
chapitel, que antiguamente podían abrirse, o bien haciendo un alarde de mayor
destreza llegando "hasta donde la cabeza ya no cabe mas, debajo de la
bola". El "Everest" de Villa del Prado. El punto más alto. El
sueño del alarde de cualquier mozo que quisiera impresionar a sus vecinos. Pero
sólo un pradeño logró pasar a la historia popular de Villa del Prado por una
hazaña escaladora de éste tipo: D. Julián Pascual, llamado "El Tío
Colores".
No
era Julián ya un mozo cuando realizó ésta hazaña, sino un hombre casado y con
un hijo en el servicio militar. La idea de "Colores" fue una mezcla
de promesa religiosa, sacrificio personal, y ritual ancestral rural casi
mágico: Si su hijo volvía sano del Ejército, Julián prometía escalar hasta la
cruz de la torre y colgar allí una botella de vino como ofrenda. Nuevamente
quedaba demostrado que, antropológicamente, la cruz de la torre aparece en el
subconsciente de los pradeños como un símbolo casi totémico; un punto de
referencia: el lugar más alto del pueblo al que todo "héroe" popular
anhela alcanzar alguna vez. Aún hoy en día, creo que son pocos los pradeños que
no se han dicho a sí mismos alguna vez mirando hacia arriba "lo que me
gustaría un dia poder subir hasta ahi"....
Finalmente,
el hijo de Julián volvió a casa sano y salvo; y su padre, tomando su honor y
palabra se dispuso a llevar la ofrenda hasta el lugar prometido años antes.
Para llegar hasta la cruz es fácil subir la escalera de la torre y alcanzar la
azotea;... es ya bastante menos fácil trepar por las vigas interiores del
chapitel y llegar a los balconcillos... y es ya casi imposible realizar el
tramo final... trepar por fuera, por el tejado de la aguja hasta llegar a la
cruz. Quizá algo pudieron ayudar al Tío Colores los clavos que sobresalen
sujetando las tejas de pizarra, quizá tuvo que ayudarse él mismo de alguna
cuerda y gancho... Quizá la sensación de volar en el aire, el vértigo, la
imagen bella y sobrecogedora de ver a lo lejos todo el paisaje que rodea el
pueblo era al mismo tiempo para Julián un factor de vértigo contra sus
propósitos, y al mismo tiempo una imagen de belleza que lo animaba a subir más
aún o a detenerse unos segundos a mirarla. Ésta vez no había andamios... era el
hombre, tal vez divisado con impresión y espectación por la gente desde las
calles, como una pequeña hormiga, trepando por el gigante gris de pizarra, zinc
y plomo.
Una
vez llegado a la hueca bola de bronce, es fácil imaginar que ésta primero
serviría de escollo para la escalada, pero luego sería un punto de apoyo para
facilitar la tarea. Quizá se sentó Julián en la bola para tener las manos
libres y poder coger la botella de vino y atarla al eje de la cruz, junto a la
veleta. Una vez realizado el rito, la ofrenda; de nuevo quedaba el regreso, por
ése tejado agudo, casi vertical, quizá con mayor sensación de vértigo aún. Al
suelo firme regresó también sano y salvo Julián, y allí quedó la botella,
llamada desde entonces "Botella del Tío Colores". A partir de
aquellos años de 1940 en adelante, los pradeños que lo presenciaron se
encargarían de transmitir la pequeña historia a las generaciones venideras... y
en los días de intenso sol sobre la cara principal de la torre, no era difícil
distinguir a simple vista, y mucho mejor con unos prismáticos, aquella
botella brillante y negra décadas después.
En
1976, paradójicamente un año antes de ser alcanzada la torre por un rayo, se
comenzó una restauración del chapitel, y al llegar a revisar la zona de la
cruz, ésta vez con la seguridad de unos andamios, por vez primera, los obreros
pudieron ver de cerca la solitaria botella. Se había roto con el paso del
tiempo, quizá por el azote del viento o alguna helada. En la botella estaba la
inscripción que el Tío Colores había hecho décadas atrás para quien la
descubriese: "Vino de Adrián Sampedro del año 1921. La colocó
Julián Pascual, Colores", mencionando al cosechero de aquel vino, la
añada de elaboración y el propio nombre del popular hombre escalador que lo
llevó hasta allí. En el lugar que ocupaba la botella, el entonces párroco,
Rafael de la Fuente, mandó colocar un tubo de plomo que contiene monedas de la
década de 1970. Éste tubo es el que hoy en día se puede ver con relativa
facilidad con unos prismáticos, siendo confundido a veces con la botella.
Respecto a los restos de la misma desconocemos si fueron retirados o se dejaron
también en el lugar. Desafiando al vértigo de los tiempos, queda en la memoria
de Villa del Prado la pequeña historia de "La botella del Tío
Colores", que logró colocarse en el punto más alto y llamativo del caserío
del pueblo.
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