Cuenta
Bécquer que, en una de sus primeras visitas a la ciudad, cada vez que se
dirigía hacia San Juan de los Reyes, pasaba por una hermosa calle típica
toledana, estrecha, con ventanas de bellas rejas y celosías y que, casi
siempre, se encontraba solitaria, no encontrándose a nadie por el camino.
Sin
embargo, una de las tardes que volvió a pasar por ahí se fijó que, en una
ventana enmarcada en un arco ojival, había una sombra de lo que parecía ser una
bella dama que se dejaba intuir por detrás de un cortinaje blanco. Él se
imaginó que detrás estaría la mujer más bella que hubiera conocido nunca y,
antes de partir a los pocos días hacia Madrid, en su cuaderno de viaje anotó
esa fecha, con el título de “la ventana”.
Tras
varios meses ausente de la ciudad, tuvo la oportunidad de volver. Aprovecharía
para ver todos aquellos lugares que tanto le llamaron la atención. Y, como no
podía ser de otro modo, uno de esos lugares obligatorios era esa calle donde se
encontró, tras la ventana, a esa dama que tanto hizo volar su imaginación.
En
este caso pudo comprobar como, detrás del visillo blanco, unos ojos
cautivadores observaban sus pasos. Y nuevamente Bécquer, antes de partir de
Toledo, volvió a anotar una segunda fecha, que tituló como “la mano”.
Después
de un tiempo en Madrid de nuevo, decide regresar a Toledo. Y como era
costumbre, una de las primeras cosas que hizo fue pasar por esa ventana que le
tenía enamorado. Pero ese día la encontró cerrada. Ese día no pudo notar a la
otra persona detrás ni como alguien le observaba. Ese día, solo las paredes de
ese estrecho callejón le observaban. Así que, desolado, atinó a pasar por esta
plaza de santo Domingo el Real, donde las puertas del convento dejaban salir
murmullos y cánticos. Él quiso adentrarse al interior para ver de qué
celebración se trataba y pudo comprobar que una monja estaba tomando el hábito.
Cual fue su sorpresa cuando la monja, al mirar a la puerta en una de sus
últimas miradas al mundo que iba a dejar, Bécquer reconoció ese rostro y esos
ojos. Ambos se miraron, y comprendieron que su amor iba a ser imposible.
Becquer salió desolado del convento, intentando reprimir las lágrimas que su
corazón le mandaban.
Ese
día Bécquer no tuvo en cuenta la fecha ni la dejó apuntada. Esa fecha se le
quedó grabada en un lugar del que nunca se borraría: su roto corazón.
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