Se
cuenta que donde está emplazado actualmente el palacio, en la Edad Media, vivía
un noble y una doncella. Todos los días acudían a la sombra de la encina, que
era el punto de encuentro para ellos donde se demostraban su amor. En la
encina, los dos enamorados cogían una bellota para saborearla, y ésta sabía
dulce como si el propio árbol bendijera esa relación.
Todo
era hermoso y muy bonito, esta joven pareja se amaba con locura quedando
demostrado en las bellotas dulces que la encina obsequiaba a los enamorados.
Pero todo fue demasiado bonito mientras duró.
Al
joven noble le llegó la noticia de que tenía que partir a la guerra que se
libraba por aquel entonces en la Península contra los musulmanes, dejando sola
a la joven doncella. La joven, al ver que su amado no volvía, acudía en soledad
a la encina que tan felices les hizo cuando su pareja estaba con ella.
La
joven, como una costumbre inolvidable, se atrevía a disfrutar de las bellotas
de la encina pero nada era lo mismo y nada iba a ser igual. La encina ya no le
regalaba esos sabores dulces, sino que las bellotas eran amargas, como el
sentimiento que sentía la doncella tras ver cómo su amor no volvería jamás de
la guerra.
La
doncella lloraba tan desconsolada ante el veredicto de las bellotas de la
encina, que se dice que este árbol obtuvo unas raíces tan consistentes producto
de las lágrimas que eran derramadas por la joven chica.
Esta
leyenda se ha transmitido de generación en generación y aún, en la actualidad,
alguna que otra pareja de novios acuden a la sombra de la encina para probar el
sabor de sus bellotas e intentar vaticinar cómo será su relación en un futuro.
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