jueves, 7 de diciembre de 2017

Los fantasmas de la casa de Tastas (Aranjuez, Madrid)

Las noches de guardia en la Casa de Tastas eran tranquilas hasta que unos inusuales acontecimientos comenzaron a inquietar a militares y músicos. Se escuchaban ruidos procedentes de una de las viviendas de arriba, se intuía movimiento… había alguien. Estos comentarios hacían muy poca gracia a los soldados de la guardia entrante.
-No puede ser… será algún gato que se ha colado por la ventana.
-Que no, que no; esos ruidos no puede hacerlos un gato, a mi me parecían pasos de hombre.
-¿Pasos de hombre?… Tú lo que quieres es meterme miedo y hacerme pasar una mala noche…
Y así fue. Nuestro protagonista no pudo dormir sugestionado por lo relatado por el compañero saliente. Efectivamente, algo se oía… e inequívocamente eran pasos; unos pasos que se le antojaban dificultosos y que parecían sonar más fuerte cada vez. La imaginación del soldado estaba desbocada, daba forma a multitud de horrores acechantes que en cualquier momento lo asaltarían y lo arrastrarían al piso de arriba entre sollozos y chirriantes risas. El miedo venció a la razón; el soldado salió a la calle y completó la guardia contando sus pasos por la acera de la Calle Capitán; así por lo menos no escuchaba los del piso de arriba.
Los hechos terminaron en boca de todos los soldados: las guardias se hacían cada vez más incómodas y los mandos terminaron por intervenir.
-En esta casa no hay nada- dijo muy seguro el sargento Vidal -. Es más, para olvidarnos del asunto subiremos esta tarde, aquí en la sede se guardan todas las llaves de las viviendas de arriba. Esa casa no se abre desde que murió su inquilina. Era una señora muy mayor… Recuerdo que le faltaba una pierna… andaba con muletas. 
A la tarde, el sargento subió con dos soldados y abrió la puerta no sin dificultad. La madera estaba hinchada y ofreció mucha resistencia y fue necesario que los dos soldados arrimaran el hombro literalmente. Parecía que la casa se esforzaba en ocultar su interior, los soldados sintieron que estaban forzando una voluntad, pero entraron… No había luz, y el sentido del olfato imperaba sobre el de la vista. El olor a apulgarado penetraba hasta el alma. Encendieron los mecheros. Tras el mortecino resplandor distinguieron muebles arruinados por la humedad, unas muletas apoyadas en la pared y, entre éstas, una zapatilla de las de andar por casa. En el centro de la habitación que servía de recibidor destacaba un gran bulto alargado cubierto con una sábana.
-¿Qué será esto tan grande? -preguntó en alto el sargento mirando a los soldados. De manera automática, dio un tirón a la sábana, dejando al descubierto un tambaleante y polvoriento Cristo crucificado. El polvo que desprendió la citada tela les hizo salir tosiendo y espetando:
-¡No me jodas! Si da hasta miedo el Cristo ese; ya no subo más aquí en la vida.
Cerró la puerta y bajaron las escaleras con el cuerpo descompuesto.
-¿Pero habéis visto la cara que tenía ese Cristo?, vamos… no me jodas, qué cara…
Los tres militares se miraron.
-¿Ha oído eso, sargento?
-¡Vaya si si lo he oído!
-¿Lo ve?, son pasos, joder, son pasos…
-Mira chaval – contestó a voces el sargento, intentando imponerse a su propio miedo -.¡¡Como esto sea una broma, os va a caer un paquete a los dos que no se os va a olvidar esto en la puta vida!! Vamos a ver quién es ese cabrón, porque lo que está haciendo esos ruidos es un tío, me juego este -señalándose el cuello con el pulgar -y no lo pierdo.
-Yo arriba no subo, sargento, no hasta que no se haga de día.
-Subís los dos conmigo pero ya, y se ha terminado la discusión; solo me faltaba que no atendiérais las órdenes…
Subieron al pasillo. Notaron una extraña brisa en la cara, los alambres del tendedero sonaban como lejanas campanas. Los pasos se oían al final del corredor. Al llegar frente a la puerta, la actividad cesó de repente, al igual que el tañido herrumbroso de los alambres del tendedero. Los militares no dijeron nada, pero querían correr fuera de allí, sus corazones se negaban a entrar, no querían enfrentarse a lo que estaba dentro, porque estaba, ¡vaya si estaba! El sargento gritó:
-Se te ha ido la bromita de las manos, chaval. Te has caído con todo el equipo, se ha acabado para ti la Cruz Roja.
El sargento no se creía a si mismo, pero algo había que decir, tenía que abrir la puerta y lo hizo mechero en mano. La luz de los encendedores duró muy poco: dos de ellos cayeron al suelo al comenzar la estrepitosa huida. Fue una chispa de tiempo suficientemente larga como para distinguir al Cristo perfectamente tapado con la sábana; junto a este, las muletas, y entre ellas, la zapatilla.
Buscando pruebas
El acontecimiento marco un antes y un después en las conversaciones de la cantina. Aunque el paso de los días enfrió los hechos, al sargento le resultaba incómodo despertar el recuerdo, hasta que un día, tuvo una idea y reunió a los soldados que meses atrás corrieron con él escaleras abajo…
-Vosotros visteis lo que yo vi -.afirmó el mando.
-Sí, mi sargento -.dijeron al unísono los soldados.
-Pues no sé vosotros, pero yo apenas duermo desde ese día… Parece que tengo el Cristo delante de la cama mirándome con sus ojos huecos… Quiero saber qué pasa exactamente en esa puta casa… Esta tarde voy a verter yeso por el pasillo de la corrala y en el piso de la vivienda y quiero que me ayudéis para terminar cuanto antes…
Cinco minutos antes de la hora convenida, el sargento esperaba nervioso con un saco de yeso blanco entre los pies, encendía un cigarro tras otro mientras interrogaba su reloj. Por la esquina de la farmacia (que aún hoy hace esquina con Calle Real) apareció uno de los soldados:
-¿Y tu compañero? -preguntó.
-He ido a buscarle y me ha dicho que se encuentra indispuesto.
-¡Sí! Ya me conozco yo esas indisposiciones…
Cogieron el saco y en tres pasos se encontraron al pie de la escalera. El soldado que estaba de guardia salio a saludar al mando y a preguntar a qué se debía la inesperada visita. Las explicaciones le metieron el miedo en el cuerpo.
-Mi sargento -protestó el militar -, ¿No podrían dejar esto para otro día que no estuviera yo de guardia?
-Vaya, otro valiente -contestó el sargento -.Ya empiezo a estar un poco harto de estas aptitudes. No me llores porque esta noche nos vamos a quedar los tres a ver qué pasa. ¡Venga! Esto tiene que estar en cinco minutos. Tomad, he traído dos linternas.
Comenzaron a subir la escalera. Ninguno de ellos quería llegar al corredor. El patio de corrala estaba tranquilo, calma chicha. El silencio se notaba espeso, pesaba e incomodaba. Se hicieron sitio delante de la puerta. El sargento giró la llave y abrió sin dificultad, arqueó las cejas en un gesto cómplice hacia los soldados. Orientaron la luz hacia el interior y distinguieron el bulto del Cristo bajo la sábana. Todo estaba en orden aparente, pero algo no encajaba. Las muletas no estaban, la zapatilla tampoco. Los haces de luz taladraban la oscuridad entre el polvo en todas direcciones pero ninguno de ellos daba ni con las muletas, ni con el calzado.
-Mi sargento, termine ya, tire el puto yeso y vámonos de aquí… ¡Las muletas no están, joder! ¡LAS ESTÁ USANDO!
El sargento rajó el saco y tiró tembloroso una capa de yeso alrededor del Cristo
-Me c* en la h* -espetó -. Cállate joder, me estás poniendo negro.
Dejó el saco en el suelo y tiró de la sabana. El miedo le paralizaba y le hacia actuar con inseguridad, la sábana se enganchó y el Cristo se mostró como un tentetieso, sin llegar a caerse, pataleando el suelo con su base haciendo un ruido intermitente. La escena pudo con los nervios de los tres de la Cruz Roja. La riada de adrenalina arrastró a uno de los soldados, que cayó escaleras abajo llegando al cuarto del practicante antes que ninguno, pero con una brecha de seis futuros puntos en la frente… Ni por asomo se quedaron allí, esa noche las heridas fueron atendidas en el servicio de Urgencias de la calle el Gobernador.
Al día siguiente, ninguno se quería mirar. Quedaba cerrar el círculo, quedaba ver qué pasó con el yeso, pero parecía que la curiosidad salió huyendo con el poco valor que les quedaba. Es mas, los tres sabían perfectamente lo que había de pasar con el yeso, y ello fue comprobado a posteriori ese mismo día, pero no por los investigadores involuntarios de la investigación. Al contar todos lo hechos en la cantina, dos soldados entrantes y un miembro de la banda subieron entrada la tarde, llaves en mano. Al abrir se encontraron con que la mancha de yeso no era virgen, en ella había marcas de calzado de pie derecho, acompañadas de sendas señales circulares de los tacos de goma de las muletas. Tanto las muletas como la zapatilla se encontraban a los pies de un bulto alargado, perfectamente cubierto con una sábana…
A partir de cerrar por última vez la puerta, nada se oyó… ni pasos, ni golpes; nada. Incluso los alambres del tendedero callaron, tal vez presintiendo la futura competencia del estruendo de las excavadoras…


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